lunes, 15 de octubre de 2012

El traje nuevo del emperador: sobre la historia, la verdad y la ceguera.


“Todo lo sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas”. 



Señalar la conveniencia de ser conscientes de que la propia mirada influye en la interpretación histórica puede hacer saltar mil alarmas. Parece increíble, pero así es, y resulta a la vez triste y divertido en un sentido irónico. Los viejos tótems de la respetabilidad de la disciplina como ciencia, la alambrada anti-relativismo y las llamadas a la redención para evitar el apocalipsis que la negación de la objetividad supone intimidan al neófito. 

Así, esta joven que alberga dudas acerca de su neutralidad como analista siente que se ha ganado el anatema: la camarilla de señorones que se rifan al pito-pito respetables títulos de expertos en el pasado ya no le "ajunta". Pero todo ello sólo inocula en ella nuevas sospechas, da alas a sus preguntas previas, siembra en ella un espíritu combativo. 

¿Por qué tanto recelo?, se pregunta. ¿No será que ha adivinado, sin quererlo, lo que lleva puesto el emperador? ¿Por qué un comentario inocente puede bastar para hacer temblar a voces respetadas, que se pretenden seguras de sí mismas? ¿Por qué intentar liquidar la cuestión de un plumazo, con torpes regañinas? 

La sensación de absurdo es clara; algo se le intenta ocultar que es de vital importancia. Hay cuestiones peliagudas por las que es mejor pasar de puntillas, y disquisiciones que sólo se reservan para que los iniciados les saquen brillo como a mosquetones de exposición, tabúes mortíferos, nada menos que la caja de Pandora que puede dinamitar los cimientos de la virginidad de Atenea misma si se abre. Pero esa actitud escurridiza, esa falta de argumentos ante una cuestión sencilla, ese veto a lo subversivo y ese aura de misterio sacrosanto que lo envuelve, no hacen sino espolear el entusiasmo del curioso.

Quién hubiera dicho que el 'sólo sé que no sé nada' era tan impopular, con lo mucho que se cita. La realidad de la vida es que ser humilde no queda bien en el currículum. Mejor mercadear con la nada, disfrazada de neolengua. La prudencia y la autocrítica tienen poco que hacer ante el nuevo estudioso-publicista. 

Así las cosas, y a pesar de llevar las de perder, los académicos que de corazón se sienten tales aún tienen muchas batallas que librar por dignidad personal, por deber ético. ¿A qué me refiero? A que es necesario denunciar que ese dichoso traje nuevo del emperador (la objetividad, el puro conocimiento 
de todo, el hallarse en el más allá de toda atadura) no existe. 

Es necesario denunciar que quien afirme lo contrario es un hipócrita, un soberbio o un adolescente irredento. La suficiencia es siempre el patrimonio del necio, y no debería confundirse con la posesión de la verdad.

De todos modos todo esto no tiene nada de nuevo, y no es extraño. Cuanto más leo más me doy cuenta de que las novedades no son sino, muy a menudo, reformulaciones de momentos lúcidos. 



Lo importante es que todo esto (es decir, el motivo de excomunión alrededor del cual gira esta entrada) no niega, por mucho que lo quiera el corpus cardenalicio, la necesidad de la búsqueda de conocimiento. Para mí eso es lo más hermoso de todo. Muy al contrario, a quienes me tachan de blasfema si declaro que el emperador va desnudo les digo que eppur si muove. El compromiso de quien aspira a conocer se halla en la adquisición de familiaridad con su propia esencia. Y acaso ésta resida más que en ningún otro sitio en su desnudez, en su vulnerabilidad y en su carencia.