Vuelvo a este blog después de años de inactividad y desde otras latitudes. En clave lectora, más años equivale a más páginas leídas, a nuevas filias y fobias, pero el interés de siempre permanece, que es lo que importa.
Del maravilloso Goodreads (espacio original para mis reseñas literarias) no me mueven ni con grúa, pero se me queda pequeño, considero, para dar la brasa en clave de crítica de andar por casa. Por ello, reclamo de nuevo este espacio por la presente circular. Un blog, es ante todo, un cheque en blanco (oh, yeah!) para peroratas sin complejos sobre lo divino y lo humano. ¡Sus y a ellos!
Sostiene Pereira - Antonio Tabucchi, 1994
Lisboa en los años 40. Bernard Hoffman/Time; Life Pictures/Getty Image
Reseña:
Sostiene Pereira que nunca es tarde para estar a la altura ética de las circunstancias. Muy en la línea del humanismo de El Generale della Rovere o This Land is Mine, pero con menos melodrama (se agradece, y se comprende, por la época). Me gustaría ver la película con Mastroianni.
Eso, y fogonazos lisboetas. Aspas de ventilador en el Café de la Orquídea, las cuestas de la Alfama, la Baixa bajo la canícula. Porteras entrometidas, viejos relatos del XIX, tortilla con hierbas. Curas talasoterápicas, fiestas salazaristas, diez limonadas diarias, mucho Pessoa -¿de qué se hablaba en Portugal antes de Pessoa?-, saudade. Y un país dentro de Europa, pero psicológicamente fuera. El destino de la piel de toro, bien entendido y bien transmitido por un autor también mediterráneo.
Puntuación: 4.5 / 5
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Necesidades lectoras creadas:
Más Tabucchi y Maupassant, Brenanos, Mauriac, Eça de Queirós, lecturas sobre la dictadura de Salazar.
'Bien, haz que te admitan en el próximo Salon, métete en el centro de la batalla, pinta otros cuadros y entonces dime si todo eso basta, y si eres feliz por fin. Escucha: el trabajo se ha apropiado de toda mi existencia. Poco a poco me ha robado a mi madre, a mi mujer, a todo lo que amo (...) He cerrado la puerta al mundo tras de mí, y arrojado la llave por la ventana. ¡Ya no queda nada en mi estudio más que el trabajo yo mismo... y el trabajo me devorará, y no dejará nada a su paso, nada en absoluto!´
Pablo Picasso, Le chef-d'oeuvre inconnu (1931)
'¡Y si al menos pudiéramos estar satisfechos alguna vez, si pudiéramos una vez tan sólo encontrar cualquier goce en esta vida de negros! (...) Bueno, por mi parte yo creo en medio de la angustia, y mi descendencia me parece una abominación. ¿Cómo puede a un hombre faltarle tanta inseguridad como para creer en sí mismo? (...) a mi muerte sentiré terribles dudas acerca de la tarea que pueda haber realizado, preguntándome si no debería haber ido hacia la izquierda cuando fui hacia la derecha; y mi última palabra, mi último jadeo, será para querer recomenzarlo todo otra vez...'.
(La traducción de estos fragmentos se debe a la autora de la entrada)
La creación artística puede ser un parto doloroso. Todo artista acaba enfrentándose al momento de encomendar a la suerte su obra terminada. ¿Cómo saber cuándo decir basta, cuándo dejar de retocarla para no arruinarla?
No es fácil reflexionar sobre el arte sin dejarse llevar por los clichés del culto romántico al genio. El artista, afirmaba el siglo XIX, emula a los dioses con su capacidad creadora. Este atrevimiento conlleva terribles riesgos. A su vez, la fe del artista en su carácter de semidios puede tener fatídicas consecuencias si se convierte en su piedra de toque. Todo esto es lo que Émile Zola explora en su novela La Obra (1885), donde, en clave semiautobiográfica, nos advierte de la importancia de mantener la cabeza fría si se quiere salir con bien de una vida dedicada al arte.
La Obra describe el día a día de un grupo de artistas en el París más bohemio. La acogida de sus cuadros en el Salon, certamen pictórico por excelencia, puede servir de pasaporte hacia el triunfo o el escarnio. Concurrir a él, convencer a la crítica, a la academia, a los colegas y a los burgueses sin gusto es obsesión hasta para el más desdeñoso o irreverente. Así, para el grupo de trasuntos de los impresionistas retratados por Zola, el mundillo artístico es más bien una jungla, y su vocación, una ratonera. ¿Es quizá el mercado del arte un escenario de la lucha darwiniana? Zola parece asentir. El talento depende en gran medida de un vigor con el que se nace... o no. La propensión al desaliento y a la neurosis progresiva parecen enfermedades degenerativas, taras heredadas. Una gota de sangre aguada, una decimonónica injusticia que desembocará en un fin lacrimógeno e inevitable. Con el naturalismo hemos topado. Este planteamiento epocal, que no ha envejecido del todo bien, empobrece en cierta medida la profundidad de la reflexión del autor. Partiendo del naturalismo y su morbosidad pseudocientífica, La Obra bucea en el más hondo pesimismo. Zola señala, a su pesar, lo inalcanzable del ideal, la verdad y la belleza, y lo vano de plantarle cara a la vida cuando ésta, como decimos en mi tierra, no rebla.
Para Zola, por añadido, el artista es especialmente vulnerable a los reveses del destino por su naturaleza hipersensible y quebradiza. La vida pierde sentido cuando las ilusiones quedan hechas añicos por el fracaso diario. Bongrand, mentor y 'padre' espiritual de la pandilla de La Obra, encarna al gran pintor obligado a una dolorosa toma de conciencia. Su talento parece estar acabado, y los halagos que recibe se presentan como muestras de compasión ante su caída en lo obsoleto. La valía y la propia vida, que parecían inagotables, se esfuman sin remedio. Sólo queda intentar mantener la diginidad y el orgullo, seguir persiguiendo la gloria perdida acechado por la decadencia y la muerte. Bongrand se convierte en digno capitán del Titanic que es su obra, su reputación y su biografía.
Zola y Cézanne en The Life of Émile Zola (1931)
Por su parte, el arte es una amante celosa que no tolera rivales. Ni la Christine de Claude Lantier, el pintor protagonista, ni la 'pobre esposa' de Sandoz, compasivo escritor que nos remite al mismo Zola. Es obvio el paralelismo entre la amistad de los dos personajes y la que mantuvieron el atormentado Paul Cézanne y Zola en sus años mozos. Zola hablará a menudo por boca de Sandoz, entrando en detalles acerca de su ideario naturalista, pero lamentando lo ambicioso y sangrante en términos personales de su proyecto literario. Los dos pasajes que hemos insertado al principio de esta entrada son bien explícitos.
Para los personajes de La Obra, y quizá para el propio Zola, el arte lo quiere todo, o no ofrece nada. Y aun así, a menudo no ofrece nada. A menudo, además, la auto-inmolación al arte-profesión aniquila la belleza del Arte-ideal y la felicidad del artista, a quien aliena en su condición de servidor de una deidad velada, obligándole a prostituir su talento por la necesidad de vender y de salir adelante. El artista acaba convertido en un vestal que calla, venera, y a veces es enterrado en vida. Zola plantea dos cauces de reflexión en La Obra. Uno es el de la relación del artista con el Arte como una de amor-odio. El segundo es el de la batalla del Arte con el Amor. Dos problemáticas para una misma conclusión: la obra es la única ella posible. En la subtrama romántica de la novela, la amante de la artista tiene las de perder. Christine se entregará sin reservas al pintor Claude como modelo, amante y esposa. Cuando el tiempo haga de ella una Venus ajada, tendrá que deponer las armas ante la intemporal diosa del lienzo que Claude jamás consigue terminar. La devoción por el ideal del pintor acaba imponiéndose a su afecto decreciente por su compañera terrena. Contra la ficción y el paso del tiempo no se puede pelear.
Así, en todos los casos, la obra gana. El triunfo de la musa del cuadro sobre la mujer real en el juicio de Paris es a costa de la locura de éste, quien otorga la manzana. Y es que Claude acaba perdiendo el juicio en su obsesión por lograr la representación definitiva de la belleza. Acabará consumando el repudio total por su esposa, y reafirmando su pasión insana por una mujer que no existe sino a partir de sus pinceles. De una pasión así sólo puede nacer la destrucción. Pero la amante elegida, la obra creada, sobrevivirá al desgraciado artista, a ese Claude que es hijo de Zola, nieto de Goethe, Hoffmann, Balzac... y tataranieto de Pigmalión y Prometeo. Aun así, quizá hasta la pervivencia del cuadro es inútil. Después de todo, la obra, testamento último del pintor infortunado, ¿es enorme borrón u obra maestra? Nadie puede decirnos si la caída del pintor en la locura sirvió para darle acceso a la Verdad del arte, o si su legado es la triste veleidad de un loco. He ahí el misterio.
¿Saben lo más irónico de todo esto, volviendo al asunto inicial del proceso de creación como círculo vicioso? Ayer, cinco de febrero de 2013, escribí esta entrada. Sin embargo, estas líneas son producto de varias relecturas atentas y posteriores retoques. Nada más lejos de considerarme a mí misma artista, pero ya entienden por dónde voy. Me pregunto cuántas veces más las reescribiré.
Esta entrada es una traducción y remodelación apresurada de material anterior. Se trataba de la introducción a un trabajo acerca de Luces de Bohemia (1920), entendida como obra de crítica social a enmarcar dentro de la literatura 'modernista'* internacional de su tiempo.
Otra cosa es que, como siempre, la cosa se me haya ido de las manos. Pero para eso están los blogs, para almacenar idas de olla de ésas que sueltas cuando arreglas el mundo kleiner Brauner en mano.
¡París cambia! Pero nada en mi melancolía
Se ha movido! Palacios nuevos, andamiajes, bloques,
Viejos arrabales, todo para mí vuélvese alegoría,
Y mis caros recuerdos son más pesados que rocas.
También ante este Louvre una imagen me oprime;
Y pienso en mi gran cisne, con sus gestos locos,
Como los exiliados, ridículo y sublime,
Y roído por un deseo sin tregua...
Charles Baudelaire, El Cisne (c. 1857)
En El pintor de la vida moderna (1863), Charles Baudelaire postuló la necesidad de un nuevo tipo de heroísmo para hacer frente a la épica de la modernidad. Una épica abyecta, por cierto, pero lo cortés no quitaba lo valiente. Tan sólo quienes se aventuraran en las entrañas de París podrían aspirar a desvelar sus más profundos arcanos: el sentido de la existencia sólo podía revelarse a través del exceso. Esto, en la práctica, implicaba no hacer ascos ni al burdel ni al fumadero de opio más infectos. Así, en la obra del francés una legión de dandies y flâneurs se echó a las calles, aparentemente sin mucho más que hacer que gastar aceras, pero entregada en verdad a un fin importante. Observadores esterilizados de pro, víctimas sufrientes por añadido, su microcosmos era, en el fondo, definitorio de un universo. En última instancia cada parisino era una marioneta en un drama coral, y París el teatro del mundo en una era esplendorosa e incierta. (Esto me hace pensar en las nuevas víctimas-testigo de la modernidad urbana. Nada sería lo mismo sin los modernos (¿ven?) con cámara réflex que abrazan y documentan la heroica experiencia de su vida Starbucks. ¿El cupcake: nuevo paraíso artificial? Ahí lo dejo.)
Mucho se ha escrito acerca de cómo los escritores de la modernidad intentaron lidiar con los complejos sentimientos que la nueva y caótica vida urbana suscitaba. Las jóvenes metrópolis susurraban mil posibilidades al oído de los entusiastas, con lo cambiante como atracción en vez de desasosiego. Otros escucharon en el susurro muy distintas llamadas, una multiplicidad urgente. Una voz poderosa pero amenazante al mismo tiempo, una realidad física, una angustia, una invitación grave.
August Strindberg, La ciudad (1903)
En este sentido el escepticismo (cuando no el pesimismo abierto) no fue una opción de minorías, aunque a menudo formaba parte de una compleja red de contrarios. El progreso industrial y científico había expandido el potencial humano más allá de lo imaginable, pero también parecía haber empobrecido la vida, y no parecía ser la panacea final que se esperaba sustituyera a los torpes paliativos de siempre. La existencia sin meta y el individuo deshumanizado vagaban sin rumbo por los boulevards, y sin Instagram para inmortalizar felinos y modélicos bigotes propios el hastío era grande. Las puertas de las iglesias se hallaban roídas por la carcoma; las Arcadias, expropiadas. Y, aun así, en alguna extraña medida, estaba ese cierto encanto de la pérdida.
El siglo diecinueve creó muchos de estos monstruos, aunque la Francia ilustrada y revolucionaria hubiera disparado el gatillo ya. El fin de siècle todavía cargó más las tintas de la ansiedad frente a las alarmas de declive de la civilización moderna. Lautréamont, Sacher-Masoch o Bely, entre otros muchos de muchos lares, se acogieron a sagrado en la perversión y el esteticismo. Aunque, por otra parte, la elección simultánea no era para nada inusual en un siglo caracterizado por el pensamiento dualista.
Y entonces (¡giro de guión!) el cuento siguió y dio un viraje hacia lo trágico. Llegó la Gran Guerra, que asoló Europa e hizo llorar a los más bravos, con su ruptura de las reglas del guerrear caballeresco y sus mortíferas exigencias de vidas jóvenes y civiles, antes de que segundas partes le siguieran y se enseñoreara de todo el cuento de terror del tirano. El intelectual tomó entonces conciencia más que nunca de lo absurdo de la vida, y su voz ya no sólo expresó un tibio malestar, sino que rugió indignación y lloró de impotencia.
What passing-bells for these who die as cattle?
Only the monstrous anger of the guns.
Only the stuttering rifles' rapid rattle
Can patter out their hasty orisons.
No mockeries now for them; no prayers nor bells,
Nor any voice of mourning save the choirs,—
The shrill, demented choirs of wailing shells;
And bugles calling for them from sad shires.
La sangre era ofrendada y no había suficientescampanas para doblar por todos por los lampiños cuerpos. Pero sí había algunas, de hecho, y entonaban un canto más que apocalíptico.
Girando y girando en el circulo creciente
el halcón no puede oír al halconero;
todo se deshace; el centro no puede sostenerse,
suelta va por el mundo la pura anarquía.
Suelta va la marea turbia de sangre, y por doquier
se ahoga la ceremonia de la inocencia;
los mejores carecen de toda convicción, mientras los peores
El siglo XIX había explorado ya la dificultad de lidiar con las contradicciones de la vida moderna. De la vida, en definitiva, que parecía presa de otra vuelta de tuerca en ambigüedades y expectativas frustradas: un camino al infierno empedrado con grandes intenciones. La vida moderna. Algo mucho más serio que, no sé, una canción de La Casa Azul, o algo. ¿Era posible salir vivo de ella, permanecer vivo en ella? Lo arbitrario y lo inflexible, lo embaucador y lo indecente y, por supuesto, lo viejo y lo nuevo saturaban las mentes más preclaras y les daban material para mil revelaciones. Y las trincheras de Céline, el Moscú de burocracia demoníaca de Bulgákov, el Dublín-mosaico joyceano o el Madrid absurdo, brillante y hambriento de Valle-Inclán fueron tan sólo algunas de las ofertas posteriores, todas ellas ligadas (pero no limitadas) a lo geográfico; al lugar donde la tragicomedia tomaba forma. En todas, el mismo menú: no podemos escapar del lado oscuro de la modernidad. No podemos no dejar de bañarnos en su sangre ni negar su herencia turbia, como tampoco desvincular de ella parte de lo que más nos enorgullece. El ser humano está hecho de luces y sombras, y en la ciudad moderna, el hábitat del individuo contemporáneo, nos acecha el recuerdo de mil sacrificios fáusticos en pos del progreso.
Al final siempre nos quedará la farsa. Una risa amarga nos ayudará a pasar la cena.
Johann Friedrich Overbeck cumplió el papel de líder en el grupo de artistas alemanes y austríacos del siglo XIX conocidos como los Nazarenos, más oficialmente como la Hermandad de San Lucas. Éstos, simplificando, fueron algo así como los antepasados continentales de la Hermandad Prerrafaelita, agrupación que lideró un nuevo y personal estilo pictórico en la Inglaterra de la década de 1860. A su vez, los Nazarenos supusieron una suerte de parientes remotos de los hippies y los guiris que se toman gap years en países meridionales. Aunque hoy quería hablar de música, a veces hay que dejar fluir las cosas, y no he podido evitar que lo que iba a servir de acompañamiento gráfico inicial se me acabara convirtiendo en el comienzo de una entrada bastante impredecible. Se trata de una obra del mencionado Overbeck, y quizá de la más conocida: Italia y Germania (1828).
(Seguro que El Hematocrítico tendría mil ideas para un título menos inocente)
En ella, inicialmente Overbeck pretendía representar a María junto con la Sulamita del bíblico Cantar de los Cantares, la doncella sensual que Salomón describió, entre otras cosas menos pedestres, como 'un lirio entre los cardos'. Se trataba del eterno rollito de contraponer la Vieja y la Nueva Ley; dos perfectas novias de dos perfectos Testamentos con dos perfectos óvalos por cara. Franz Pforr, amigo de Oberveck y nazareno melenudo también, sí realizaría una pintura sobre el tema. Sin embargo, Overbeck acabó modificando sus intenciones originales, dando un nuevo sentido a las figuras y rebautizando el resultado. Mientras trabajaba en la obra, escribió lo siguiente a su amigo Friedrich L. Z. Werner:
El genio romántico: sin ceño, no vale.
"Italia y Germania son elementos en cierto modo similares, a quienes, si bien se enfrentan a una presencia que les es extraña, tengo la misión de unir en un todo. Se trata, por una parte, de un tributo a la Patria, y por el otro, del encanto de todo lo hermoso y solemne de lo cual agradezco disfrutar en el presente."
Esta concepción se plasmó en Italia y Germania mediante el uso de una retahíla de opuestos. La rubia y la morena, el norte y el sur, la amada Italia y la Alemania natal, el Quattrocento y la edad dorada de Durero, la corona de laurel y la diadema de mirto, ese decorado del fondo que es semicampiña y semicaligariano... y, por supuesto, todo gritando Rafael en términos de estilo. El mensaje que Overbeck pretendía transmitir era la conciliación, en definitiva, de todos esos contrastes en un mismo ideal estético, en la amistad (ejem) entre dos mujeres que personificaran lo mejor de los dos puntos cardinales. Vamos, lo que a la Unión Europea actual le sobr... En fin, sigamos.
Hemos partido de los Nazarenos, un grupo muy especialito de artistas de la pre-pre-vanguardia (sí) decimonónica, para hablar del complejo idilio entre el país que siempre gana al fútbol y el de la bota. Para enumerar alemanes dieciochescos o decimonónicos enamorados de Italia, en fin, no hay que estrujarse mucho los sesos: Winckelmann, Burckhardt, Goethe, Stendhal debieron de hacer couchsurfing a muerte por allá en aquel entonces. Y tuvieron síndromes de Stendhal, sí (ja, ja). El caso es que la "debilidad" de Alemania por Italia puede concebirse tanto en términos amatorios como de poder. Citando de nuevo a Overbeck,
"[...] cortejando a Italia, [Germania] le toma de la mano con sus dos manos. Parece como si aquélla condescendiera gentilmente".
I'm sexy and I know it - Rome Edition
El cortejo, afán de dominación inclusive, de lo tedesco hacia lo italiano había empezado siglos atrás, como los fans de la Antigüedad Tardía y de la Alta Edad Media sabrán. Pero todo el tema había empezado precisamente justo al revés, cuando, en términos de género, Italia era EL IMPERIO, un machote rebosante de los más viriles ideales, que ya habían llevado a la República, en tiempos a. C., a someter a todo el Lazio... y más allá, finalmente consumiéndose a sí misma y reinventándose en clave fénix.
Ya en el principio de los tiempos, Augusto y su rizo dorado decidieron meterse (después de que su tío abuelo favorito estuviera tonteando por allá un tiempo) en camisa de once varas, mandando a Druso a varias campañas por tierras del Rin. Sí, Druso, papi de Claudio, hijo de Livia y señor bien guapo en Yo, Claudio (véase foto).
Luego el poco carismático Tiberio estuvo por allá castigado, cosa que sintió mucho, con lo que le gustaban a él sus fiestecitas por Capri. Después, Varo la lió pardísima con Teutoburgo, ilustre ejemplo de fail bélico por comandante incompetente (otro es la Armada Inven... cof, cof). Algo después del desastre, Germánico, otro "padre de" que al parecer también estaba bastante potable en la realidad, partió por tierras germanas a exhibir su sex-appeal una temporadilla, gracias a lo cual adquirió ese apodo más sensual que su propio nombre (Julio César Claudiano suena a imitador de Luis Miguel). Pero en términos de conquistas, no se avanzó mucho, y la frontera del Imperio quedó fijada en el Rin. Tras caer los Julio-Claudios, Tácito escribió sus perlitas costumbristas sobre los barbudos más allá del limes. Pero ya sabéis que la cosa acabó en 476 mu' malamente para el Imperio Romano Occidental. Alemania 1, Italia 0. Eso de Alemania 1, Italia 0 y con Italia como esa tarta que todos quieren repartirse reaparece nada menos que en el manga Hetalia, bastante insustancial pero con el interés de ser de género histórico y de contener algún que otro momento divertido.
Dos de las potencias del Eje derrochando gracia y estilo
En la serie, la cebada máxima va dirigida hacia al país de la pasta, involucrado en una relación bastante sospechosa, homosexual-paternalista incluso (la de imágenes yaoi que me he encontrado en Google...). Sí, un affaire entre el país de la eficiencia y el de la ineptitud mediterránea por excelenc... eh, bueno, el país inventor de la lasaña, que nos recuerda de nuevo la amistad más allá de las fronteras, y con tintes nacionalistas para todo gusto, del lienzo con el que hemos empezado el post. El manga Hetalia se dedica mayormente a relatar en clave humorística los eventos de la Primera Guerra Mundial. Pero, a efectos de lo que nos interesa, se remonta bastante más atrás en el tiempo, en concreto al muy loleante constructo que fue el Sacro Imperio Romano-Germánico, presentándonos a una Italia artísticamente esplendorosa pero empequeñecida políticamente por la injerencia de potencias extranjeras. Recuerden, recuerden, el mapa de la Italia del Renacimiento. Francia y España, el Papa, ciudades-Estado, condottieros, gunpowder, treason and plot, ah, no, eso no va aquí. Aunque en realidad podría.
Decía Shakespeare que la vida es una comedia contada por un idiota. Desgraciadamente otro eslabón en esta cadena de enredos históricos, tan absurdo que supera en hilaridad las parodias de Chaplin o Lubitsch, y tan fatal que parece la propia encarnación del humor negro, es el binomio Hitler-Mussolini. Un duelo de sables (incluyendo la pugna por el look más imponente, con dudosos resultados) en el sinsentido del siglo XX. Aunque, ¿cuándo ha tenido sentido la Historia?
Nos gustaría volver a tocar este Italia vs Alemania en una próxima entrega, hablando en ese caso de músicos y música, si el tiempo lo permite. Estén atentos a sus pantallas, disculpen la verborrea que, como de costumbre, no falta en estos lares... y, sobre todo, sean felices y no se carguen media Europa en el ínterin.
“Todo lo sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas”.
Señalar la conveniencia de ser conscientes de que la propia mirada influye en la interpretación histórica puede hacer saltar mil alarmas. Parece increíble, pero así es, y resulta a la vez triste y divertido en un sentido irónico. Los viejos tótems de la respetabilidad de la disciplina como ciencia, la alambrada anti-relativismo y las llamadas a la redención para evitar el apocalipsis que la negación de la objetividad supone intimidan al neófito. Así, esta joven que alberga dudas acerca de su neutralidad como analista siente que se ha ganado el anatema: la camarilla de señorones que se rifan al pito-pito respetables títulos de expertos en el pasado ya no le "ajunta". Pero todo ello sólo inocula en ella nuevas sospechas, da alas a sus preguntas previas, siembra en ella un espíritu combativo.
¿Por qué tanto recelo?, se pregunta. ¿No será que ha adivinado, sin quererlo, lo que lleva puesto el emperador? ¿Por qué un comentario inocente puede bastar para hacer temblar a voces respetadas, que se pretenden seguras de sí mismas? ¿Por qué intentar liquidar la cuestión de un plumazo, con torpes regañinas? La sensación de absurdo es clara; algo se le intenta ocultar que es de vital importancia. Hay cuestiones peliagudas por las que es mejor pasar de puntillas, y disquisiciones que sólo se reservan para que los iniciados les saquen brillo como a mosquetones de exposición, tabúes mortíferos, nada menos que la caja de Pandora que puede dinamitar los cimientos de la virginidad de Atenea misma si se abre. Pero esa actitud escurridiza, esa falta de argumentos ante una cuestión sencilla, ese veto a lo subversivo y ese aura de misterio sacrosanto que lo envuelve, no hacen sino espolear el entusiasmo del curioso.
Quién hubiera dicho que el 'sólo sé que no sé nada' era tan impopular, con lo mucho que se cita. La realidad de la vida es que ser humilde no queda bien en el currículum. Mejor mercadear con la nada, disfrazada de neolengua. La prudencia y la autocrítica tienen poco que hacer ante el nuevo estudioso-publicista. Así las cosas, y a pesar de llevar las de perder, los académicos que de corazón se sienten tales aún tienen muchas batallas que librar por dignidad personal, por deber ético. ¿A qué me refiero? A que es necesario denunciar que ese dichoso traje nuevo del emperador (la objetividad, el puro conocimiento de todo, el hallarse en el más allá de toda atadura) no existe. Es necesario denunciar que quien afirme lo contrario es un hipócrita, un soberbio o un adolescente irredento. La suficiencia es siempre el patrimonio del necio, y no debería confundirse con la posesión de la verdad.
De todos modos todo esto no tiene nada de nuevo, y no es extraño. Cuanto más leo más me doy cuenta de que las novedades no son sino, muy a menudo, reformulaciones de momentos lúcidos.
Lo importante es que todo esto (es decir, el motivo de excomunión alrededor del cual gira esta entrada) no niega, por mucho que lo quiera el corpus cardenalicio, la necesidad de la búsqueda de conocimiento. Para mí eso es lo más hermoso de todo. Muy al contrario, a quienes me tachan de blasfema si declaro que el emperador va desnudo les digo que eppur si muove. El compromiso de quien aspira a conocer se halla en la adquisición de familiaridad con su propia esencia. Y acaso ésta resida más que en ningún otro sitio en su desnudez, en su vulnerabilidad y en su carencia.
Primera entrada desde tierras londinenses. La pérfida Albión no es tan fiera como la pintan, y su capital esconde mil secretos rincones. Hoy pretendo hablarles de uno de ellos.
El barrio de Camden, en la zona norte de la ciudad, es conocido por su animado mercado y, en mi caso, por ser (tiempo ha, pues la cosa ha decaído y el lugar se ha vuelto más bien blanco del turisteo en general) la meca a la que todo gótico debía peregrinar al menos una vez en la vida para aprovisionarse. Y para ver y ser visto, claro.
Marilyn Manson en Camden... ¿aprovisionándose?
Pero las hordas de guiris que invaden la zona pasan por alto algo que acecha en el subsuelo. Y no me refiero al vapor del metro, ni a entrañables cucarachas tamaño hemisferio meridional. No. Me refiero a las 'catacumbas de Camden'. Contengan la respiración, todo el párrafo ha sido muy efectista. La publicidad engañosa no es nueva en este blog. Pero, en este caso, son los londinenses quienes se encargan. Y es que, a pesar de gozar de ese siniestro nombre, la finalidad de los mencionados (y olvidados) pasadizos en lo más profundo de Camden no era funeraria. Vamos, que de catacumbas ná. Propiedad de British Railways, servían para albergar a los caballos y ponies que la compañía ferroviaria empleaba. Época victoriana a toperl. En fin: parte de estos túneles se hallan bajo el frecuentadísimo mercado de Camden (Camden Lock Market) mismo, y también conectaban, en origen, con los sótanos de algunos almacenes de la zona. Yo no digo nada, pero suena todo muy turbio... Cosa que, por otra parte, hace de este tema algo totalmente idóneo para gozar de un poquito de espacio por estos pagos. Vaya todo esto sin menoscabo, por supuesto, de mi perfecta salud mental. Sigamos.
Independientemente de su función, el nombre de "catacumbas" queda justificado por lo poco cálido y alegre del lugar (aunque ya sé que el rollo loft es el colmo de la repera para algunos). Creo sinceramente que la Cámara de Turismo brit debería intentar relanzar Camden como lugar de peregrinaje oscurillo. En Viena, por ejemplo, lo de sacar partido al alcantarillado ha funcionado: los frikis más frikérrimos de El tercer hombre lo visitan con regocijo para rememorar sus secuencias favoritas.
Perfecto para un paseo en barca.
Las 'Catacumbas de Camden' disponen también de su propio canal-charquera, también la mar de acogedora y lovecraftiana, como pueden ver en la imagen que se adjunta. Anyway: insto desde aquí a las autoridades londinenses a echarle iniciativa al asunto. Si ya tienen el Museo de los Horrores, el de Madame Tussauds y el de Jack el Destripador, con esto ya redondean el paquete turístico para paladares finos. Esta entrada ha sido corta y probablemente producto de delirios a altas horas de la madrugada en sagrado suelo británico (recuerden, un poquito al oeste del continente aislado). Pero quedo contenta con la mezcla. Londres, góticos, Marylin Manson, Orson Welles, Viena, alcantarillas y cosas subterráneas y churretosas. Lo mejorcito de la vida. Como siempre, espero que hayan disfrutado. Gracias y hasta la próxima.
El post de hoy nos va a llevar a la Inglaterra victoriana y a las trincheras a orillas del Mar Negro. Prejuicios raciales y envidias poco edificantes desembocaron en el duelo entre las dos almas caritativas más mediáticas del Imperio Británico. Dos mujeres que rompieron moldes con su valentía, pero cuya trayectoria, como la de muchos filántropos, no es inocua. A mi izquierda, Florence Nightingale. A mi derecha, una mujer que aún lo tuvo más difícil...
Mary Jane Seacole (1805 – 1881), 'la otra Florence Nightingale', fue una enfermera conocida por su labor en la Guerra de Crimea (1853-56), donde instaló centros de asistencia para auxiliar a los soldados.
Seacole, por
la revista satírica 'Punch' (1857)
Nació en Kingston, Jamaica, lugar bajo dominio británico. Enterada de la precariedad de la asistencia sanitaria en el frente de Crimea (primer campo de pruebas para la industria de la prensa en lo que a cobertura de conflictos armados se refiere), viajó a Londres resuelta a ofrecerse como enfermera. Partió llevando consigo conocimientos de medicina natural aprendidos de su madre, quien regentaba una casa de huéspedes donde solía cuidar de europeos enfermos de fiebre amarilla.
Pero la Oficina de Guerra británica rechazó su generosidad: no les hacía gracia la idea de una mujer (y además, no blanca) con ganas de inmiscuirse en medicina. Ni siquiera se le autorizaría, más tarde, a Seacole el unirse al grupo de enfermeras elegidas para viajar a Crimea junto a la famosa Florence Nightingale. Y por cierto, tan famosa era ésta última que si fuéramos a hablar sólo de ella este post no tendría sentido de puro manido: de ahí que ceda el puesto de honor en el título y el cuerpo del texto a su enemiga íntima.
Estilizada heroína de la nación.
Henry Weekes, 1859.
Pero volvamos a nuestra protagonista. Mary, de algún modo u otro, consiguió un préstamo con el que se costearía ella misma el viaje (de unos 6500km). Y allá que se fue a tratar heridos. Su dedicación y arrojo la hicieron famosa: a menudo, atendía a los soldados de ambos bandos en plena batalla, sin importarle el peligro. Además, no renunció a su costumbre de vestir con colores chillones, aunque esto hiciera de ella un blanco fácil.
Cuando finalizó la guerra, en 1856, Mary Seacole se encontró al borde de la ruina. Por suerte, un concierto benéfico organizado por amigos del frente resultó un éxito: hubo más de cuarenta mil asistentes, y quedó solucionado así el tema de su subsistencia.
Años más tarde, Mary expresó su deseo de marchar a ofrecer ayuda a la India tras la rebelión de 1857. Por desgracia, esta vez no consiguió reunir el dinero necesario para ello.
Mujer y no blanca, tuvo el raro honor de ser honrada y respetada en vida, y llegó a publicar una autobiografía: "Wonderful adventures of Mrs. Seacole in Many Lands" (1857), que pueden consultar haciendo clic en el enlace. Sin embargo, su fama no le sobrevivió, recordándose mucho más a su némesis, Nightingale.
Portada de la autobiografía
de Seacole, 1857
Y aquí es donde entramos más en el terreno del cotilleo. La familia Seacole sostenía que el marido de Mary, fallecido antes de que ésta llevara a cabo sus hazañas, había sido hijo ilegítimo nada menos que del almirante Nelson. El testamento de la propia Seacole indica, de hecho, que su difunto esposo era el ahijado de Nelson, aunque no se le mencionara en el testamento de éste último. Quién sabe.
En fin: tras enviudar y perder a su madre en el mismo año, Mary declinó numerosas ofertas de matrimonio, centrándose en su trabajo; primero en la casa de huéspedes familiar, y después en labores sanitarias, durante la epidemia de cólera de 1850, que causó más de treinta y dos mil muertes en Jamaica.
Al año siguiente, Mary viajó a Panamá a visitar a su hermanastro, quien regentaba allí un hotel. De nuevo, hubo de emplearse a fondo cuando el cólera llegó a la zona. Parece que logró curaciones milagrosas: los rumores se extendieron y comenzaron a llegarle más pacientes; a los pobres no les cobraba. Pasada la epidemia, Mary abrió su propio hotel en Panamá y continuó asistiendo a los enfermos.
Posteriormente, regresó a Jamaica. Fue allí donde oyó acerca de los horrores de Crimea, decidiendo 'alistarse' para así experimentar la "pompa, orgullo y circunstancia de la gloriosa guerra". Allí luchaban tropas procedentes del Reino Unido, Francia, Cerdeña y el Imperio Otomano. Miles morían, el cólera campaba por doquier y los hospitales eran insuficientes, pequeños y estaban mal surtidos de personal y medios.
Cuando Mary llegó a Crimea, después de su azarosa travesía, visitó el flamante hospital que Nightingale y sus enfermeras habían establecido en Bustari, provista con cartas de recomendación y dispuesta a ofrecer su ayuda a ésta directamente. Pero fue rechazada de nuevo. Finalmente, acabó construyendo el British Hotel, su propio centro de asistencia de soldados, en marzo de 1855. Alexis Soyer, cocinero francés de renombre enviado al frente para mejorar la dieta de los soldados británicos, describió a Seacole tras conocerla allí como "una vieja dama de apariencia jovial, pero un par de tonos más oscura que el lirio blanco". Muy delicado.
El corresponsal especial de The Times escribió, por su parte: "la señora Seacole trata y sana a todo tipo de hombres con extraordinario éxito. Siempre está en acción cerca del campo de batalla para auxiliar a los heridos, y se ha ganado las bendiciones de muchos desafortunados".
Nightingale y Seacole, según este docudrama de la BBC
La genial Kate Beaton, de Hark! a vagrant, nos resume el tema.
Por su parte, Florence Nightingale se la tenía guardada a Seacole, lo cual me parece bastante interesante (ya hemos visto cómo rechazó acogerla en su equipo). El British Hotel cobraba por sus servicios, vendía alcohol, y, además de a soldados, admitía a turistas, por lo cual Nightingale acusaría más tarde a Seacole de llevar un establecimiento poco mejor que ¡un burdel!
En una carta de 1870 de Nightingale, podemos leer que, según su versión, Seacole "regentaba... no lo llamaré una 'casa de mala reputación', pero algo no muy distinto en cualquier caso, en la Guerra de Crimea (...) Era muy amable con los hombres, y lo que es peor, con los oficiales, y a muchos los emborrachaba". Otra segunda carta fue más lejos: según Nightingale, Seacole era una "mujer de mal carácter" que, ahora sí, con todas las letras, era propietaria de una "casa de mala reputación". Nightingale llevó a la práctica su manía por Seacole haciendo lo posible para evitar cualquier relación entre ésta y sus enfermeras, a pesar de que el Inspector General de Hospitales consignara en una carta su gratitud con la jamaicana por su valiosa ayuda.
Única foto de Seacole
que se conoce (1873)
Racismo, envidia, competitividad, soberbia... podrían ser los sentimientos que motivaron la animadversión de Nightingale hacia Seacole, puesto que sus calumnias parecen infundadas. Se ve que hasta la misma Nightingale no pudo sino reconocer en cierta ocasión que su rival "había hecho muchísimo bien por los pobres soldados".
Para más inri, cuando Seacole cayó en bancarrota tras la guerra, Nightingale estuvo entre los donantes anónimos que ayudaron a salvarle de la ruina. Ruina que llegó una segunda vez años más tarde... y que fue de nuevo evitada: la 'Seacole Fund' se puso en acción en Londres, incluyendo a benefactores como el príncipe de Gales, el duque de Edimburgo o el de Cambridge.
Seacole volvió a Londres una vez más, en 1870, según algunos, con idea de prestar sus servicios en la Guerra Franco-Prusiana. Sea como fuere, entró en la periferia del círculo real, convirtiéndose en masseuse personal del príncipe de Gales. Murió en 1881.
Mary Seacole consiguió el primer puesto en la encuesta online 100 Great Black Britons en 2004.
En resumen, una filántropa probablemente aficionada a la calumnia (y un poco bitchy), y otra posiblemente a la exageración, la fantasía y bueno, ya no voy a decir a regentar burdeles, pero quizá sí a administrarse un poco mal los cuartos. Como ven, ¡nadie es perfecto!